Nos despiertan las voces de Felipe, hombre de luenguas barbas, administrador del refugio:
—¡Arriba! ¡Arriba, señores, que ya comienza a amanecer!
La aurora besa la frente inmaculada del Naranjo de Bulnes y la niebla desciende rápidamente como si la ajeliaran todos los pastores de estas cumbres. Junto a nosotros, aparecen las peñas cubiertas de cabras y ovejas "baladoras". Con ayuda de prismáticos vemos a los pastores de la majada de Pandébano correr tras de sus ganados.
Estamos a 1375 metros de altura, respirando los amorosos perfumes que las florecillas cuidan de mantener. El termómetro marca doce grados. La brisa de la montaña, pura y vivificante, inunda nuestros pulmones.
El naranjo se dibuja sobre el azul del cielo, frente a nosotros; parece que lo podemos tocar con las manos; pero nos dicen los guías que caminando a buen paso tardaremos dos horas en llegar hasta él. Antes de ponernos en camino, firmamos un acta escrita a la cabeza del álbum consignando en ella nuestras impresiones acerca del grandioso panorama que nos rodea, prometiendo reunirnos aquí todos los años para conmemorar la fecha de la inauguración del refugio.
Es domingo. A la seis y cuarto emprendemos la subida por la vertiente norte del Neverón, cumbre de 2564 metros de altura. Al cabo de una hora de marcha noto que pierdo fuerzas; se me laxan los músculos. Estoy acostumbrado a trepar por las montañas astúricas, pero hace cuatro meses que no hago ejercicios alpinistas, y para realizar estas excursiones hay que estar bien entrenado. ¡Coraje, y arriba!
Caminamos por una ladera sembrada de rocalla y entramos en la vega del Redondal, llamada así porque está llena de peñascos redondos, procedentes de la cumbre…
—¡Alto! —gritó uno de los guías—. Allá arriba están los rebecos; si quieren Vds. verlos de cerca escóndanse aquí detrás de las peñas, que vamos nosotros a echarlos hacia acá…
Estamos en la entrada de la Canal de la Celada, desfiladero fragoso; en los tiempos remotos estaba cerrado en su parte inferior con un muro -cuyos restos se conservan-, en el cual había una abertura; los cazadores obligaban a los rebecos a pasar por ella, y entonces los mataban con chuzos…
Oímos voces en la cumbre. Por los llambriales y neveros bajan gran número de rebecos ajeliados por nuestros guías. Estoy solo, escondido detrás de una peña, y con los prismáticos enfilo toda la Canal. ¡Qué cosas veo! ¡Qué animales tan ágiles y tan hermosos! ¡Cómo se recrea el espíritu ante este cuadro!
—¡Ahí van, ahí van!— gritan desde allá arriba…
Ya pasaron. Son más de cuarenta. ¡Cómo corren! Parece que uno se queda atrás… Sí, ¡está herido! Nos acercamos a él y vemos que tiene rotas las patas traseras, y el pobre animal llora…
Continuamos nuestro camino hasta llegar al pie del Naranjo, cuya cumbre está a 2516 metros sobre el mar. Levanté los ojos hacia él para contemplar su belleza; jamás olvidaré la emoción sublime, terrorífica que me produjo este grandioso menhir…
—¡Un águila! ¡un águila!— dijeron los señores Huerta y Niembro.
¡Cierto! Encima del Naranjo se cierne majestuosamente un águila; para verla bien tenemos que hacer uso de los prismáticos, pues sin ellos no se ve más que un punto cera del cielo.
¿Cómo es posible que nadie haya culminado esta pirámide colosal, de 500 metros de altura? El 5 de agosto de 1904 la escaló el marqués de Villaviciosa de Asturias, según veremos más adelante.
Me dicen los guías que el dar la vuelta alrededor de la base del Naranjo, se tarda cerca de medio día.
A las diez de la mañana, en un sitio próximo al soberano monolito; al pie de la fuente de los Urriellos, fuente que mana hielo, tomamos un buen almuerzo.
Fortalecidos por el alimento continuamos la ascensión por la vertiente norte de las Moñetas y Tiros de la Torre, hasta Jousintierra. Desde aquí contemplamos un paisaje maravilloso. Jousintierra es una hondonada que tiene como unos dos kilómetros de este a oeste. No hay en ella ni un átomo de tierra. La contemplación de este hoyo inmenso produce una sensación de estremecimiento: es tan sublime como el Naranjo.
En una de sus laderas hay anchas franjas de nieve, y por una de ellas trepan más de un centenar de rebecos. Sus paredes ascienden escalonadas formando un anfiteatro coronado de cornisas, chapiteles, agujas y todos los elementos arquitectónicos que pueda crear la imaginación artística. Y estas filigranas, cinceladas por los rayos y pulimentadas por la nieve, tienen una pátina gris que da al monumento un aspecto grandioso.
Por entre las rocas gigantescas que forman la Jorcada de Caín, aparece una nube de nácar y oro; en su centro se ven algunas figuras, las cuales me imagino que son walkirias que vienen a visitar este Walhalla asturiano.
¡Cuánta belleza! Desde aquí se contempla el más asombroso de los panoramas. Al Norte, a nuestros pies, se extiende un mar de niebla brillante, entre cuyas olas asoman algunos picachos que parecen bergantines anclados… Estamos disfrutando de todas las emociones que se pueden presentar en una excursión alpina.
Al ponernos en marcha, miré por última vez el Jousintierra, hondón semejante a un cráter, y pienso si será el crisol donde el Creador fundió los materiales para formar el coloso Naranjo, el rey de las rocas, monumento de gallardía sin igual, en cuya frente se posan los primeros besos de la aurora y se desvanecen los últimos rayinos de sol.
Repito que jamás se borrará de mi memoria la emoción que me produjo este coloso, del cual me voy alejando poco a poco por un nevero ondulado…
A lo lejos se ven las aguas azules del Cantábrico. Y el mar de niebla continúa rizando allá abajo. Este curioso fenómeno, que desde aquí se contempla machas veces, ha inspirado a las pastoras de la comarca este hermoso cantar:
Desde el Naranjo de Bulnes
se ve la niebla del suelo;
por eso las asturianas
estamos cerca del cielo.
Por entre las piedras asoman tímidamente algunas flores amarillas, y violetas de azul intenso. De vez en cuando oímos el canto de la "pajarinas de las nieves". Cogemos una, y después de contemplar su hermoso plumaje, le devolvemos la libertad.
La rocalla cortante nos impide caminar. Casi cuesta más trabajo bajar que subir. A las dos y media llegamos a la Canal de Valleyu. Aquí me despido de mis compañeros, los cuales regresan a Arenas de Cabrales, y yo me dirijo a Sotres, acompañado de los vecinos de este pueblo Dionisio Simón y Manuel Fernández Moradiellos, quienes me dicen que salvaremos la distancia en tres horas y media caminando a buen paso.