El lago Enol. — Alrededor de la Peña Santa. — La senda del Cares.
(18-22 de septiembre de 1891.)
Se sabe que Cangas de Onís, la antigua capital de todas las Españas, que entonces se reducía a la España asturiana, tiene un viejo puente del cual el más alto de sus tres arcos se eleva unos veinte metros, un hotel donde hay festín, y que los habitantes tienen mucha menos prisa de la que tenían los compañeros de Pelayo. La salida de Cangas se parece a las demás, ya que tuvo lugar a una hora intempestiva, pero nuestro cochero no se parece a los otros, ya que tiene una joroba más anormal. Sus caballos marchan mal, y ya hace bastante calor cuando tomamos la carretera a Covadonga. Sobre todo el recorrido, las gentes van por el camino en grupos, vestidos de fiesta, apresurándose a Covadonga, la tierra santa donde van a rezar. En un último recodo de la carretera, a la derecha, sobre una terraza sostenida por muros, se levanta la gran catedral bizantina, donde trabaja un mundo de obreros. Una curva cerrada sube hasta la terraza, yendo a lo largo de la gruta sagrada donde el primer rey de Asturias, milagrosamente ayudado por una tormenta, aplastó a los sarracenos con un puñado de valientes. Los cirios arden, los fieles se arrodillan ante la verja, los canónigos pasean. Hay una atmósfera dulce de piedad patriótica, un concurrir de gentes de todas las clases, aportando el homenaje de su veneración a la antigua imagen de la Virgen de Pelayo.
Pero tenemos de momento otras preocupaciones, pues vamos al descubrimiento al azar, basados en la fe sobre datos contradictorios y sin nadie para guiarnos en nuestro tanteo, hacia la enigmática montaña que vemos desde hace tiempo, que percibimos en Liordes, y nos aproximamos en Soto y que, a una distancia desconocida desde Covadonga, levanta la formidable roca llamada indistintamente “la Peña Santa”, “la Torre Santa” o “el Manchón”. Como en la Peña Vieja todo el mundo ha ido a la Peña Santa, es la cosa más normal, por tanto que se habla de ello abajo. El hotel de Covadonga, situado en una de las dependencias de la basílica, nos suministró distintas provisiones, diferentes del pan y el vino, comprados en Cangas (pagamos por ello 8 francos lo que es caro en el país del trigo y la viña).
Partimos con un calor sofocante y la subida es penosa, en una cañada descubierta a lo largo de grupas arboladas. Detrás de nosotros, el mar azul llega hasta el infinito, los barcos pasan. Encontramos un grupo animado, un mulo encapuchado, hombres con armas: cazadores de Cangas, conducidos por el conde del Valle del Sella que vienen de una batida al oso y traen una captura. El oso viene a horcajadas sobre la mula cuyo olor a fiera le hace cocear, y nos cuesta trabajo fotografiar a la terca bestia. Una subida más y delante de nosotros redondea el único gran lago de los Picos de Europa , el lago Enol, en una cuenca que verdea, mostrando su amplio estanque de aguas claras, a más de mil metros de altura y frente al océano. Sobre un alto de la hondonada, medio hundida por el huracán se eleva una casa de canónigos Toda una aldea de pastores de verano se oculta en una vertiente. Hay multitud de gente y ruido en este delicioso lugar, que el macizo de Peña Santa domina a lo lejos desde sus altas murallas, de un gris casi blanco moteado de nieves. El camino bastante rugoso sigue a lo largo de la orilla izquierda. Nuestros hombres sufren con la temperatura tórrida y murmuran de la carga que encuentran excesiva.
Entre todas las incógnitas de esta aventurera expedición, no es la menor el descubrimiento de Pedro Cos. Éste Cos es un pastor, reputado cazador de rebecos, gran escalador de las rocas y el primer guía de la región. Los monteros nos dijeron que estaba en la batida del oso. Un grupo conversa al otro lado del lago ¿estará allí Cos? Es él mismo. Se hace un alto, se ofrecen cigarros, se tienen todos los miramientos del país del Cid y sobre todo se pierde todo el tiempo que se quiere. Cos es de los nuestros. Primer incidente: el guía de Covadonga declara que no está comprometido más que hasta el lago y que se vuelve. Le pagamos y se le despide. Cos y sus compañeros, entre ellos un buen mozo de nombre Blas, se reparten la caza. Prados verdes, macizos arbolados, valles sin salida, todo el relieve anormal de los Picos de Europa y nosotros siempre subiendo. Llegamos a una cabaña. Blas se para en ella. Pero promete unirse a nosotros mañana de madrugada, pues Cos, el famoso Cos acaba de reconocer que él jamás ha subido a la Peña Santa y afirma que Blas la conoce. Otra subida más por los pastos y estamos en la cabaña de Cos. ¿Iremos a dormir en una cueva de la cresta? Es muy tarde y la cabaña es demasiado pequeña para recibir nuestro convoy, lo mejor es ir a acampar una media hora más arriba, en una cabaña que los pastores han dejado hace tres días. Afortunada inspiración: la cabaña esta limpia y es amplia; las gentes cansadas pueden dormir allí y roncar a gusto. A los que les moleste el ruido tienen el recurso de dormir fuera.
Nos levantamos a las tres. Una luna resplandeciente brilla sobre el camino o más bien sobre los peñascos por los que subimos. Nuestra morada está sobre el último prado de pastos. Salvo algunos oasis a partir de ahora toda la región es un desierto de piedras durante seis meses y un campo de nieve durante los otros seis y este campo nunca se funde en los corredores sombríos.
Poco a poco el día palidece el océano brilla, las torres se colorean. En frente, sobre una de estas canales tan frecuentes en el macizo, donde una imaginación despierta vería por todas partes, en lugar de ruinas desmanteladas, una gigantesca fortaleza que se levanta con su torre del homenaje y sus matacanes, enrojecidos por el sol saliente.
Llegamos a la nieve, un largo nevero muy endurecido por la helada nocturna, por el que caminamos abriendo brecha. Nuestros hombres, cuyas sandalias no son adecuadas para la humedad, prefieren escalar por los malos peñascos. Un pequeño terreno cubierto de césped perdido arriba, que Cos nos había mostrado desde su cabaña, nos permite doblar la cresta y estamos sobre la vertiente meridional. Al suroeste comienzan a aparecer inmensas llanuras. El calor es pesado, bocanadas de viento tibio soplan a intervalos, y una voz nos llama. Es uno de esos intrépidos montañeros que cazan sobre las cumbres, se acuestan en las cuevas y viven de nada, tipos extraños, casi heroicos, hechos para recorrer un país de leyenda y para mantener la tradición de sus audaces antepasados. Este hombre atraviesa la cresta por encima de nosotros, sobre una pared erguida, saltando con sus albarcas y su fusil sobre el vacío con una agilidad maravillosa, sin dignarse a parar y disparando luego sobre un rebeco que estaba cerca de nosotros. Nos anuncia la llegada de Blas que se ha encontrado o ha percibido con sus ojos de lince subiendo alguna cuesta.
Un collado se levanta a nuestra izquierda y unas murallas muy escarpadas encuadran un pequeño glaciar, aún más escarpado, que desciende. La nieve es tan mala que escalamos por el muro, con los pies, con las manos, marchando sobre los hombros de los guías o haciéndonos izar por ellos. En el collado Blas muestra su silueta negra en la horcadura azul. Nos juntamos y calzamos nuestras sandalias. Después de una pequeña subida pisamos una minúscula terraza cerrada por todas partes. Blas nos muestra una chimenea un poco vertical y nos anima a seguirle. Nuestra sabia resolución nos hace dudar. Intentamos por la roca; pero cae a plomada. Hacia delante, en la chimenea se abre el más horrible paso que se pueda imaginar, que atravesamos sin cuerda y sin escala. En un punto el pasillo avanza en promontorio y forma gruta: hay que dar un fantástico salto de tres metro; el primero que desciende sirve de apoyo a los otros, y toda la tropa se refugia bajo el peñasco, asistiendo a la caída rápida de los cuerpos sobre la cabeza. Salvado este mal paso, la pared es completamente lisa, lo que se hace habitual, y no teniendo miedo ni del vacío ni de los resbalones llegamos a la cumbre.
A menudo las apariencias engañan. Esta montaña que, desde el collado, nos parecía la más baja del grupo es la más alta. Blas nos cuenta que persiguiendo a un rebeco encontró este pasadizo, considerado inaccesible hasta hace poco tiempo, pero cuando al levantar la mirada hacia un segundo grupo de crestas nos damos cuenta que allí esta el terrible Manchón”, que nos provoca insolentemente con su gorro frigio, nuestra cólera es grande. ¡He aquí la Peña Santa, la que desde abajo todos dicen haber subido y a la que Blas dice que nadie irá jamás, la que se dice que tiene en su cima una fuente eterna en la que nadie puede beber! Nuestro guía no comprende esta búsqueda de lo imposible y afirma que la cima que pisamos, una cima virgen, también se llama igualmente la Peña Santa. La afirmación se justifica por el hecho de que es la montaña que mejor se ve desde toda la región de Cangas y del Enol, desde donde la torre Santa de Castilla no es visible. nosotros la llamaremos la peña Santa del Enol. ¡Que vista y que inmensidad alrededor de nosotros! Es la visión azul, la visión sin mancha de niebla que hasta ahora no habíamos visto. La blanca línea de arena allá donde hay playas, el borde de los acantilados allá donde la roca cae en el agua profunda, a los largo de los cinco países del litoral: Galicia, Asturias, Vizcaya, Guipúzcoa y tal vez el Labour. La tierra de Francia que se pierde en una sombra difuminada por la extremada distancia. En el medio está Castilla, llana hasta el infinito, al oeste de los mamelones extendidos igualmente hasta el infinito, al este el amontonamiento ciclópeo del gran macizo central, con las dos torres soberbiamente desdeñosas de Cerredo y de Llambrión.
El descenso es duro, para evitar la chimenea y atajarpor la vertiente norte tomamos una pared que cae a pico sobre un glacial. ¿De que manera nuestros hombres se han turnado para hacernos estribos con las manos? ¿Misterio de equilibrio imposible de adivinar? Marchamos horas y horas a través de la nieve, donde resbalamos, las rocas donde se hieren nuestros pies, los embudos donde un falso paso quebraría nuestras piernas. Una fuente que desaparece a unos metros de su nacimiento apaga nuestra ardiente sed. Hemos llegado al campamento de noche. Después de un momento nuestros hombres tienen un largo conciliábulo y fraguan un complot. El complot es muy sencillo: los pastores quieren abandonarnos con armas y bagajes. En casos parecidos, lo mejor es jugar con audacia, y nosotros lo practicamos, interpelamos bruscamente a Cos y a Blas que se reconocen culpables. Entonces todo es sencillo, les anunciamos que teniendo una orden de protección de la comandancia general de la guardia civil – lo que era verdad – les haremos encerrar al día siguiente. Los hombres no eran malas gentes, pero sus carneros les preocupaban más que nuestras personas. Nuestra decisión les sorprende, se ponen de acuerdo y al llegar delante de la cabaña de Cos nos ofrecen a un joven para guiarnos hasta Covadonga. Acabamos el asunto rápidamente y nos separamos como amigos después de la tormenta. Y entonces reemprendemos el agotador descenso en una atmósfera caldeada… Por fin llegamos a Covadonga en plena noche, tropezando en los caminos llenos de guijarros, sin parar desde hace nueve largas horas y habiendo caminado seis por la montaña. La lección es dura y no se olvidará. El año próximo tendremos un guía francés, un campamento para dormir arriba, cuerdas para pasar las rocas y víveres para sobrevivir en las hoyas secas del gran desierto.
Al día siguiente en coche vamos de Covadonga a Carreña. Se trata de alquilar caballos de monta; el albergue está lleno de ociosos que se mezclan en nuestros asuntos y revuelven nuestros objetos. Bajo el aguacero no sabemos por donde empezar, si entre Macario, el cochero que nos apea, el establecimiento lleno de gente y un patrón que tiene el tiempo que nosotros no tenemos. Los caballos no llegan jamás. Gritamos, reclamamos, y sabemos que están… en la montaña, y que les tendremos al día siguiente. No hay mal que por bien no venga, pues la noche fue horrible; el astuto tendero, que nos olfateaba como clientes, se quedó con las ganas, ya que gracias a nuestras credenciales nos instalamos en casa del cirujano del lugar. Este excelente hombre nos trata extraordinariamente bien y por la mañana nos proporciona caballos bastante buenos. El Cares se encaja desde Arenas en un desfiladero abrupto rodeado de murallas. Al fondo, dominando la garganta, la peña Mellera alza su pico puntiagudo. En Miers se abre el claro por el que vadeamos el río, entonces Saint-Saud pudo, gracias a su Kodak, fotografiar a sus compañeros, que estaban como el a caballo en medio del torrente. Unos pasos más y estamos en la mina de Picayos, donde más tarde esperamos entretener a nuestros lectores, y donde nuestro digno amigo el Sr. De Olavaria preparó una fastuosa recepción, lo que nos hizo dejar su bonita casa, a nuestro pesar, reflejándose en las cristalinas aguas del Cares. En esta segunda expedición, preludio de una tercera campaña, más fecunda en resultados ya que aún teníamos tiempo, este sabio ingeniero fue tan generoso que no sabríamos encontrar la forma de mostrarle nuestra gratitud y que aun nos preguntamos lo que hubiera sucedido sin su preciosa guía. En la última vuelta al Cares todavía mirábamos hacia Picayos sintiendo que en lo sucesivo estaríamos solos y sin amigo, en nuestro viaje de ida y vuelta por la costa de España.